Supongo que es cuando te ves realmente sola el momento en el que empiezas a conocerte. Eso fue lo primero que aprendí de tu huida. Cuando estabas a mi lado no existían las montañas rusas, ni las inseguridades, ni el miedo, ni nada de eso que te da un vuelco al corazón y te hace preguntarte ese por qué a mi. Rectifico. Todo eso si existía, quizás existe siempre porque forma parte de la vida. La diferencia estaba en que cuando el miedo y todas esas cosas humanas invadian mi vida, tú me sujetabas. Estabas ahí en la tormenta y la calmabas, te volvías fuerte por mi y hacías todo más sencillo. Cuando te fuiste comprendí que eso no me había ayudado en nada. Descubrí que era una persona débil, cobarde e insegura. Llena de miedos, inestable y totalmente dependiente. Una imagen completamente contraria de la que hacía ver, de la que yo misma veía. Todos esos meses en guerra continua conmigo misma me fueron enseñando a hacerme fuerte, y lo conseguí. Siempre te culpé del dolor tan inmenso que sentía, de haberme dejado sola ante tanto miedo, de haber matado lo nuestro, de hacerlo pedacitos y a mí con ello. Creí odiarte y me obligué a hacerlo. Te culpé de mi cambio visible en el espejo, de mis noches sin dormir y de esos días más eternos que mi espera. Me culpé de tu partida, de que tus ojos me esquivaran, de que miraran a otras caras. Me negué a perdonarme y a perdonarte. Pero un día me levanté y quise poner punto y final a todo aquello que me impedía avanzar. Comencé a perderme en otros labios, a escuchar tu nombre sin sentir frío, a verte y no temblar. Me perdoné. Te perdoné. Pasé página. Y sólo así encontré la paz. Así me liberé de todas esas cadenas en las que llevaba atada meses. Cuando lo acepté, pude avanzar y crecer. Crecer sin tus ojos, sin tus detalles, sin nuestras conversaciones eternas y sin esas miradas que siempre decían más que tus palabras. Crecí y te olvidé. Si, te olvidé.
PD: Este texto lo escribí el 1 de febrero de 2015. Miraba el correo y lo encontré, siempre es bonito encontrar este tipo de cosas y recordar ese momento. Y sobretodo, darte cuenta de cuánto has cambiado. Ahí estaba conociendo a alguien que paraba el reloj cuando me miraba. Aún llevaba tu batalla a rastras, y me dolía. Como ahora.